EXILIO || 0
Estaba desnudo frente al
espejo, hacía un par de meses que no se miraba de cuerpo completo. Ahora notaba
como su musculatura había aumentado y como su barba había crecido a tal grado
que le picaba en la clavícula a cualquier movimiento que hiciera.
Había tenido
oportunidad de rasurarse anteriormente pero no quiso hacerlo. Llevaba meses
tratando de parecerse al sujeto que colgaba en una esquina del marco del
espejo, y ahora, por fin, lo había conseguido. El joven quería que cuando aquel
sujeto lo mirase, se viera a si mismo reflejado. Después de todo siempre le
pareció una buena idea aquello de que los hijos son el reflejo de los padres, y
cuando lo conociera, quería que aquella frase quedara a la perfección. Le
gustaba saber que lo último que viera su padre sería a él mismo, apuntándole
directamente entre ceja y ceja.
Torciendo una
sonrisa se despidió de su reflejo y se encamino hacia la cama donde le esperaba
su ropa, limpia, planchada y doblada a la perfección gracias a su nana, Fátima.
Se vistió con una chaqueta color caqui de cuero, jeans y una playera vino. Tal
cual, como el sujeto en la foto del espejo había sido retratado.
Sin duda, al mirarse
nuevamente en este, vio en carne viva a su padre en su juventud. Alto, con una
espalda ancha, atlético, de barba espesa y de candado. Sin duda podía pasar por
este, excepto por sus ojos, verdosos, su tez, un poco más bronceada a
comparación al otro y su cabello, menos rebelde que el de su progenitor.
Igualmente, su musculatura era mayor, esto porque su padre adoptivo, le había
exigido seguir un régimen severo de aumento muscular, en aquel lugar al que
llamaban CENTRO.
— ¿Estás listo? —Preguntó su padre adoptivo en el marco
de la puerta. Aquel vestía de traje negro y corbata plateada a juego. Tenía un
aspecto de elegancia que él jamás podría haber igualado, puesto que aquel porte
era hereditario. Su medio hermano era prueba de ello.
El joven miró
nuevamente su reflejo y sonrió. Estaba listo para asesinar a su verdadero padre
°°°
Lo sintió aquella mañana.
Sintió que después de salí de su casa ya no volvería más. Pero, a pesar de
saberlo, de sentirlo en lo más profundo de sus entrañas, tenía que hacerlo. Era
su deber.
Había dejado pasar ya mucho
tiempo desde que se había dado cuenta de que tenía que intervenir. Las
desapariciones de aquellos chicos que anunciaban en las noticias, así como en
el boletín policial, al que estaba suscrito por correo electrónico, le habían
machacado la mente por meses, no, meses no, años.
Al principio no le tomo
importancia, al final de cuentas, no era la primera vez que se escuchaba que
algún menor de edad había sido apartado de su familia. Pero no fue hasta hace
meses que empezó a notar el hilo que conectaba a muchas de estas desapariciones
entre si. Entonces empezó a investigar y seguir la corazonada que su ser le
insistía en perseguir. Y así lo hizo.
Tomo su último baño
de agua caliente esperando que está, le ayudase a pensar en una mejor solución
para detener aquella ola de desapariciones, pero no sé le ocurrió alguna.
Posteriormente se vistió, uso su camisa favorita, una de color vino con puntos
blancos, de manga larga y una chamarra de piel negra que le había regalado su
mujer en su penúltimo aniversario. También se colocó un pantalón negro y tenis
blancos. A pesar de su edad, siempre le había gustado usar tenis, sin importar
la ocasión, y aquel día, si era el último como lo presentía, no sería la
excepción.
Bajó a desayunar y
besó a su mujer un par de veces pensando en todo el dolor que le haría pasar
después de no regresar a casa aquella noche. Tuvo que esforzarse mucho por no
llorar. La amaba tanto que se odiaba por hacerle daño de aquella forma.
Luego, salió al
patio trasero donde se encontraba el viejo labrador ciego que se mantenía en un
sueño profundo en aquel momento. Se lamentó despertarlo, pero tenía que
despedirse de él también. A pesar de no ser muy afines en el pasado, con el
tiempo habían logrado querese el uno al otro. Cuando le llamó por su nombre, el
perro se paró casi de inmediato moviendo la cola alegre. Gonzalo le acarició la
cabeza y le susurró algo al oído al tiempo que acariciaba el collar rojo del
can. Luego se apartó de él sonriendo. Antes de partir decidió subir a despedirse
de su hijo, usualmente no lo hacía, pero en aquel momento necesitaba verlo una
vez más antes de...
Cuando abrió la
puerta lo encontró frente al televisor con el control inalámbrico en las manos
y los audífonos puestos. Tuvo que hablarle para que este se diera cuenta de que
su padre estaba presente.
—¿Es enserio? —Le
gritó para hacerse oír, pero el chico apenas le prestó atención. Su mente no
estaba ahí. Tuvo que quitarle los audífonos de golpe para que este volteara a
verlo —¿Es enserio? — Volvió a preguntar — No puedo creer que sean las ocho de
la mañana y tú ya estés metido en estos juegos — Le regañó.
—Iba ganando ¿Sabes?
—Le contestó con descaro el muchacho, quien vestía apenas ropa interior.
Su padre lo miró por
un momento, mientras el chico se ponía los audífonos al cuello. Gonzalo no pudo
evitar mirarse en sí mismo. Su cabello revuelto le recordaba a suyo. No es que
su hijo compartiera tantos rasgos con él, aunque si su cabello y su tez, además
ambos poseían esa marca de nacimiento tan inusual.... De cualquier forma,
volvió a remeter con otra pregunta.
—¿Ya buscaste algún
empleo?
El chico puso los
ojos en blanco, aquella pregunta se repetía constantemente entre ellos. Pero
Gonzalo no podía evitarlo, desde que se dio cuenta de que sus días estaban contados,
insistía en que su hijo consiguiera algún empleo para poder mantenerse en su
ausencia.
—Si — Contestó en
tono seco e irritado. Su padre decidió no insistir más — Al menos baña al
perro, lleva meses sin tocar el agua. —Dijo dedicando una última mirada a su
hijo quien solo se limitó a contestar con un "Si, claro, lo haré"
Cuando estuvo bajo
el marco de la puerta y con el picaporte en la mano, decidió dedicarle unas
últimas palabras a modo de despedida.
—Hugo,
la vida real te espera del otro lado de la acera, no en un maldito videojuego.
Por
un momento deseo abrazarlo una última vez pero su hijo ya había empezado una
nueva partida.
Al
salir de su casa se despidió por última vez de su mujer con un beso cálido,
como los que solían dedicarse mutuamente en su juventud, cuando se habían
conocido, enamorado y prometido amor eterno.
Y
antes de subir a su auto le dejó a su esposa el viejo reloj de bolsillo que le
había pertenecido a su padre y había pasado a ser de el tras su muerte, se
permitió besarla por última vez y le sonrió nuevamente.
Liliana Martin reconoció en aquel gesto la
despedida, pero se obligó a si misma a mentirse, se dijo para sus adentros que
lo vería nuevamente en la cena y que aquello no era más que un hermoso hasta
luego.
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